31 de enero de 2016

Cuando el cuerpo está herido

Traducido por Catherine Crespo Patricio

Artículo de la revista Thérapie Psycomotrice et Recherche sobre minusvalía.


En el cruce del psíquico y del corporal, cuando el cuerpo está herido
Albert Ciccone (psicólogo clínico en un C.A.T. de Viena)
Monique Perrier (psicomotricista en un C.A.T. de Viena)
Sacado de « Thérapie Psychomotrice et Recherche (nº96, 1992)- Les potencialités psychomotrices du jeune enfant. »
A.Ciccone


Vamos a evocar algunas cuestiones que pueden presentarse en una experiencia de terapia hacia los niños con minusvalías marcadas en sus cuerpos. La llegada al mundo de un niño “estropeado” en su cuerpo es siempre, para los padres, una experiencia catastrófica. La herida narcisista provoca un intenso dolor psíquico que cada uno intenta de tratar, a su manera singularmente: la colmatará, al negará, la evacuará o, en el mejor de los casos desafortunadamente lo más raro, la elaborará.
Al dolor psíquico de los padres, hay que añadir la del niño que tuene que soportar una doble minusvalía: su minusvalía somática aumentada con la minusvalía debido al choque traumático vivido por los padres y a sus efectos nefastos, desorganizadores, sobre la relación con el niño, y entonces sobre su desarrollo.
Muchos procesos así comprometidos se repetirán en la relación con el terapeuta y, frente al dolor psíquico de los padres y a la del niño, hay que subrayar la necesidad en la que se encuentra el propio terapeuta de elaborar su propio dolor psíquico en la postura en la que se encontrará, tanto identificado con el niño indefenso e impotente, tanto con los padres desesperados.
Empezaremos con un primer ejemplo, para apuntar la dificultad en la que se encuentra el terapeuta cuando le habla al niño de su minusvalía. Poner palabras sobre una anomalía física, sobre una malformación llevada por el niño y que refleja la imagen de una monstruosidad, es todavía más doloroso cuando esta, es como en este caso que sigue es visible y se sitúa al nivel de la cara. El terapeuta debe a menudo controlarse de manera violenta para no mantener el silencio o la negación rechazando lo que ve, o sea lo que evidentemente salta a la vista tal como lo hacen los padres profundamente heridos.
M. Perrier
Lucie es una niña de 3 años, muy alta por su edad. Su cara seria grácil si no estuviera estropeada por sus tumores que cercen al nivel de su nariz, sus orejas y uno de sus ojos. En sus pies lleva unos enormes zapatos ortopédicos.
En la sala de psicomotricidad, Lucie es como un verdadero huracán, es inestable. Su actividad es desorganizada, por una parte por culpa de su agitación, y por otra por culpa de sus torpezas que le provoca muchas caídas. No posee muchas palabras para expresarse y grita mucho. No para de sacar todos los juguetes de la caja, y tengo la impresión que corremos tras ella. Muchas veces se pierde en la contemplación se du imagen en el espejo. Me veo obligada a contener la niña con palabras, la llamo y la vuelvo a llamar muy a menudo pero también psíquicamente. Al fin de evitar la dispersión y la excitación debo limitar el número de objetos puestos a disposición, y quitar el espejo que la atrae en una fascinación captadora.
Poco a poco, Lucie creará carios espacios diferenciados en la sala: un rincón casa, un rincón colchón para tumbarse, etc. Los acercamientos corporales son de más en más apaciguados. Lucie se sienta a veces contra mí, tranquila y puede prestar atención a lo que le propongo, a lo que le digo. Del mismo modo, ella acepta que la consuele cuando, después de decirle que no a unos de sus deseos, ella llora de rabia y llama a su mama.
Así, paulatinamente, en vez de tomar apoyo sobre su agitación maniática, sobre su excitación que parecía mantenerla viva a través de una sobrevivencia, en lugar de perderse en su imagen especular anulando todo el espacio, Lucie se apoyará sobre nuestra relación, intercambiará, jugará, se comunicará conmigo. Podremos, sobretodo, instaurar juegos simbólicos.
Un día, por ejemplo, Lucie encuentra una muñeca en la sala y la quiere lavar. Moja pañuelos, me los da, y me hace entender que debo lavar su cara a ella. Paso entonces pañuelos sobre su cara nombrando: “Mojo tu frente, tus pequeñas mejillas, tu barbilla…”, y de pronto las palabras me faltan. ¿Cómo hablar de esta nariz, de estos abultamientos que invaden su cara a pesar de las intervenciones quirúrgicas graves y repetidas? No tengo palabras, me quedo en blanco.
En otra sesión, Lucie está muy interesada en el dibujo de una niña que realizo. Ella me mira intensamente, coge un lápiz y garabatea la cara de la niña de mi dibujo en particular en la zona de la nariz. Pude decirle entonces: “Si, quizás quieres hacer una niña que se parece a ti y que tiene la nariz estropeada. Aunque tu nariz este estropeada y tu cara deformada, puedes crecer, hablar y yo te puedo ayudar.”
A.Ciccone
El niño que poco a poco acepta la renuncia a las maniobras “autosensuales” con la agitación motriz, la captación por un objeto o por una imagen especular, experimenta que la relación humana puede ser socorrida en comparación a estas maniobras que aportan nada más que un falso consuelo. Por esta también, en ese momento, la espera de un reconocimiento en lo que concierne su identidad, conduce al adulto hacia donde el discurso parental no pudo poner nada más. Busca sobretodo el comprender y representarse en lo que percibió de manera confusa: el estupor, el pavor expresados por las caras que lo miraban que se quedaban sin habla y en primer lugar la cara de sus padres. Un padre que mira a su bebé con amor, que le habla y le sonríe, le ofrece un rostro radiante que le mira, que tiene ganas de sonreír, de comunicarse, de hablar. ¿Cómo un niño puede hablar si no le hablamos, si la emoción dolorosa que el genera solo con verle nos deja sin voz?
Pero hablar a un niño predispone a investirle y de investirle como niño humano. La minusvalía del niño, sobre todo cuando esta es grave y alcanza las funciones cerebrales, conmueve, en el más profundo del narcisismo parental, el núcleo más primitivo de la identidad humana. Esta última no se da en sí, se adquiere y se desarrolla. Un bebe que viene al mundo es a menudo nombrado por su madre con nombres de animales: “mi monito”, “mi conejito”. A veces estos nombres son menos poéticos como “mi moquito” “mi ratita”. Representan por un parte sus manifestaciones propias, sus capacidades a sorprender a sus padres, y por otra parte las interpretaciones parentales características de la ilusión primitiva en la que se encentra el bebe y sus padres – ilusión que permite a los padres hablar al bebe, de creer que comprende, de creer que ellos mismos comprender todo, etc…- que permite el desarrollo en los padres y después en el bebe de un sentimiento de humanidad, sobre el cual se apoyara el narcisismo.
Sin embargo, cuando el niño tiene una minusvalía grave por una parte sus potenciales creadoras y reparadoras son a menudo débiles, y por otro lado el sentimiento de extrañez que hace vivir provoca un brutal separación psíquica que compromete la instalación saludable de una ilusión primitiva. Los padres están desorientados, no pueden a veces entender, ni interpretar el menor signo del niño, no pueden imaginar sus deseos, por lo menos al principio del encuentro (y esto ocurre cuando el niño ha sido inicialmente seguido durante mucho tiempo por un servicio médico, de neonatos y que se ha vuelto más el niño del servicio que el hijo de sus padres).
Después las cosas cambian: una ilusión –defensiva- se instala, pero esto queda a menudo inamovible y perpetuará la idea que nadie más que la madre o el padre puede comprender al niño, ni ocuparse de él, lo que hará difícil y largo el proceso de poder confiar al niño a unos profesionales y luego una institución.
M.Perrier
Lilian es un niño pequeño de 2 años, moreno con ojos muy negros, bien constituido según la curva pondoestatural. Sufre de una encefalopatía convulsiva grave, que empezó a las 8 semanas de vida sin etiología precisa. Las consultas pediátricas y psicológicas ponen en evidencia un sufrimiento neurológico severo, así como la presencia de manifestaciones de tipo autístico.: huida de la mirada, juegos de manos delante de la cara en los momentos de interacción precisos. Lilian es muy hipnótico, no se mantiene sentado y sostiene muy poco la cabeza. La única posición que parece estar a gusto es tumbado de espalda.
Estoy muy impactada por este niño y sus padres cuando los recibo la primera vez, y dudo en proponer una terapia psicomotriz. Finalmente las dificultades tónicas del niño, la desesperación que observo en el momento que le cambio de la posición tumbada, las estereotipias y la huida de la mirada que tiene que le obstaculiza todo los intentos de comunicación y de relación, pero también el aislamiento de los padres me conmueve. Aceptar a su hijo y vivir a pesar de las dificultades cotidianas me conducen a pensar que una terapia psicomotriz podría ser propuesta a este niño y a sus padres, que quizás esto les podría ayudar a investir un poco más el mundo exterior.
Lilian es un niño poco vivo. Esta tumbado día y noche en un cama, un chupete en la boca la gran mayoría del día. Es alimentado tumbado con biberones. No se hace notar o bien al contrario de manera espectacular y gravísima con sus crisis convulsivas.
A principio, estaba muy preocupada por los miedos que manifestaba Lilian en el momento que le cambiaba de posición habitual, estos miedos se manifiestan con una hipertensión muscular y una rigidez completa de todo el cuerpo. Le coloco en un pequeño asiento de espuma hablándole al mismo tiempo y haciéndole notar que no está en su cama sino en un pequeño asiento, etc. Se tira hacia atrás, entiendo este movimiento no como un rechazo, sino mejor como una tentativa de sentir un contacto del respaldo con su espalda. En efecto, poco a poco el contacto del respaldo le reconfortará. Pero su mirada sigue huida y sus manos poco a poco siguen la actividad de la mirada. Entonces me hago la pregunta de la postura del niño y del cambio de la postura tumbada a la posición sentada. Este cambio envuelve no solo las competencias corporales y motrices del niño, sino también la espera y las representaciones que pueden tener los padres hacia su hijo. Más tarde, instalo Lilian sobre una silla de rehabilitación y delante de él encajo una bandeja: “Mira, pareces un alumno del cole” se exclama la madre. Los padres de Lilian ven en este momento la imagen real de su hijo. Lilian experimenta el tocar una superficie con sus manos. Hace ir y venir sus manos sobre la bandeja. Le enseño los juguetes. Si sus manos los tocan, los lleva inmediatamente a la boca e intenta morderlos.
Su mirada sigue igual de difícil de encontrar. A menudo, Lilian tiene una revulsión de los ojos hacia arriba. Le recuerdo “Lilian, quédate conmigo. Sabes, es difícil estar juntos si mandas los ojos al techo”. Mantiene bien su cabeza. Poco a poco, va teniendo más tonicidad en la posición sentada todo el tiempo de la sesión. Lilian escucha mucho los ruidos. Cuando suena la caja de música, se para de mover y parece que escucha. Pienso que más allá de las palabras, es también muy sensible a la voz. Con la silla y la bandeja en el medio, el contacto corporal se establece así entre nosotros. Le toco, juego al “bichito que sube, que sube”. Le canto una canción dando palmas ¿Lo entiende? ¿Qué nota? No lo sé. Lo que sí sé es que no llora, que no se pone bruscamente sus manos de la boca. Lo aguanta.
El papá construye un sillón en espuma, idéntico al mío en casa. Lilian pasa un poco más de tiempo sentado. Entonces me permito sacar a Lilian de su silla en las sesiones. Le pongo sobre mis rodillas. Le propongo jueguecitos como cualquiera puede hacer espontáneamente con niños pequeños, canciones que cantamos sin pensar e intuitivamente cuando uno tiene aún niño sobre sus rodillas. Peor aquí, esta situación de juego no es común. Este niño estaba siempre tumbado en su cama, entra paulatinamente en el área del juego, en una relación humana y viva. La madre dirá más tarde, las lágrimas en los ojos, que ahora Lilian se da cuenta cuando está en sus rodillas. Desde hace algunos días, cuando se queja en su cama y ella lo pone en sus rodillas, se tranquiliza. Todo pasa como si él percibiera que la conoce como madre, y ella puede entonces sentirse madre.
A.Ciccone
Traer al mundo a un niño tan “estropeado” en su cuerpo que a su vez estropea el mundo y los objetos internos de los padres, la representación interna que tiene de sus propias capacidades parentales. ¿Cómo sentirse una buena madre, un buen padre de un hijo tan afectado? El
derrumbamiento de los buenos objetos internos de los padres deja lugar a una inmensa desesperación. Una de las maneras de luchar contra el dolor psíquico y contra la desesperación es inmovilizar todo. La inmovilidad se traduce por la inmutabilidad de las condiciones de vida reales, la inmovilidad en la que se deja al niño. A este aspecto espacial de la inmovilización se añade un aspecto corporal: el tiempo está deteniendo, allanando, no corre, no hay provenir, no hay pasado porque el pasado está continuamente en el presente. Esta entonces inmovilizada toda la vida mental: no se piensa, ninguna elaboración es posible (lo que evita el dolor que procede de la elaboración mental), ninguna proyección en el futuro es contemplada porque no hay esperanza, ninguna concepción del desarrollo existe.
Es por lo tanto muy importante para el niño que encuentre una persona que pueda tener esperanza, una esperanza realista pero que sigue siendo esperanza. Es el enlace a un objeto no inmovilizador que le ayudará a continuar con su desarrollo, a continuar de beneficiarse de sus potenciales, como ha podido hacerlo Lilian. Este enlace cargado de esperanza puede ser un apoyo al desarrollo de la relación padre/hijo, como en el caso de los padres de Lilian, con la condición que el terapeuta, como hemos visto, respete el estado mental y el encaminamiento de los padres y que vaya a cada vez justo un pasito por delante de donde están los padres.
Pero la esperanza que lleva el terapeuta puede ser vivida por los padres como una agresión para ellos. En efecto, la desesperación que viven los padres se acompaña a veces el desinterés. Ver a otra persona ajena interesarse por el niño, creer en él, con la espera de progresos, cuando los padres ya no esperan nada, puede resultar violento para estos últimos, por que esto pone en relevancia su propio desinterés y agudiza una culpabilidad persecutora.
En esta posición que conduce a veces a los padres a no ver ningún progreso que pueda realizar el niño, sea lo que sea el peso de su minusvalía. Aunque el terapeuta atrae la atención del padre sobre el progreso, este no lo ve, lo niega. Por una parte el progreso es vivido como insignificante en comparación a lo que hubiera esperado si no hubiera renunciado a toda esperanza, y por otra parte el desinterés le aleja del contacto con el niño con su desarrollo y sus potenciales.
Es de suma importancia, en esta situación, de no atraer mucho la atención sobre los progresos del niño, ya que pone el padre en dificultad y puede llevarle a descalificar o atacar la terapia




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